Esto es parte del Diario De Madagascar, y viene desde Ifaty.

Morondava

Jueves 2 de agosto

Nos hemos cruzado con los primeros españoles de todo el viaje. Al menos los primeros con los que intercambiamos algunas palabras: dos señoras muy majas que nos recordaron a Inma Vilardebó, aventureras que llegan al pueblo a las cinco de la tarde y sin reserva en ningún hotel. (Vimos a dos españolitos el otro día en Ifaty, de esos que se identifican a la legua, pero no nos apeteció decirles nada).

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Pienso en el niño que nos cruzamos ayer tras comer en casa de Samedi, que llevaba un barquito de madera muy chulo, y a los que me quedé mirando (barco y niño) sonriente, y en cómo su muy probable hermano mayor apareció corriendo tras nosotros al cabo de un rato queriendo vendernos el barquito. No lo compramos, claro, y espero que el niño lo haya recuperado, pero no puedo dejar de imaginarme su perplejidad ante ese secuestro incomprensible. Si lo hubiese comprado privándole de él esa sonrisa mía de complicidad y admiración se hubiese transformado quizá luego en sus recuerdos en la risa del diablo. O quizá ya lo sea ahora.

También pienso en los rostros de la gente, todos tan diferentes entre sí, pero con triviales similitudes con los de cualquier otro país. Aquí abundan las sonrisas mucho más que en Europa, pero también hay caras de tristeza, melancolía, aburrimiento, aprovechado y pícaro... Si quiesese escribir una novela me fijaría en ese señor sentado solo al final del taxi-brousse con la mirada perdida en el polvo del camino, que parece tener detrás una historia de miseria y desesperación. Pero también se ven personajes de cuento de aventuras, gente viva y arrojada con ganas de comerse el mundo a pesar de ser tan inabarcable. Como el muchacho que dentro de unos días nos llevará hasta los baobabs, y que luego nos comprará un coco en el mercado que abrirá con un machete, y que nos dará un susto de aúpa por la noche. Me fijaría incluso en la cabra que ahora se encarama a la fachada de la tienda para comerse la buganvilla sin que nadie parezca darse cuenta. Hay mucha miseria en este país, pero la gente más triste no parece serlo por motivos diferentes de los de los tristes de Amsterdam o Santiago: problemas de salud (¿incrementados por la pobreza? Parece que cada sociedad tiene sus propios males terribles) y la soledad. Y un mal común: el menosprecio de lo que se tiene, en la ilusión de que lo que tienen otros es el paraíso. Los jóvenes aquí son como los de todas partes: quieren las mismas camisetas, los mismos teléfonos móviles y las mismas (o más horteras aún) motocicletas. Eso demuestra que, o bien son objetivamente buenas pues en todas partes gustan, o que da igual a dónde pretendas huir, todos somos igual de manipulables por los mismos en cualquier parte.

Aún así no todo es igual. Me impresionó mucho la gente del Canal de Pangalanes, que vive en pueblitos de pescadores, o incluso en chozas aisladas en medio de la nada, que cuando no están pescando se sientan a mirar los escasos barcos que pasan. No puedo imaginar sus anhelos, pero parecían reconfortados cuando alzaban la mano para saludar y recibían un saludo como respuesta (los árboles no lo hacen). Yo paso, te saludo, y no volveré a verte nunca más, pero el gesto parece que perdura y vincula de alguna manera misteriosa. En algún lugar sin nombre del canal queda mi saludo al pescador solitario que en cuclillas se resguarda de la lluvia bajo esa techumbre de palma, y yo me llevo conmigo la imagen de su mano alzada, y su sosiego.

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Viernes 3 de agosto

Hoy he soñado que iba a visitar a mis padres a Bugallido. No estaban en su casa, sino en la de un vecino que pasaba un tiempo afuera, y así tenían más espacio para una extraña reunión familiar. Yo sabía que dentro de la casa estaban también algunos tíos míos, pero no vi a nadie. Cuando me acercaba al cercado mi padre salió al jardín. "Buenos días", saludé. Yo iba vestido sólo con el traje de baño, y tenía aún el pelo medio húmedo, quizá difícil de reconocer. "Buenos días, ¿y tú quién eres?". "De tus hijos, el mayor", contesté acercándome más. "¿Y cómo has llegado hasta aquí, así sin gafas?". Entré en el jardín. "Incluso sin gafas veo lo suficiente como para caminar y no tropezar", dije esquivando algunos pedruscos que asomaban entre la hierba. "¿Y así no podrías ir a Canarias?". "No, sin gafas sí que no puedo conducir". Llegué hasta él, y mientras me abrazaba, preguntó: "Y en todos tus viajes por el mundo ¿encuentras algún consuelo?" Le besé, y respondí, queriendo dar una impresión optimista: "más o menos". Mi visión se enturbió entonces por culpa de unas lágrimas que afloraban, y me desperté. Lloraba mucho, quizá por la alergia.

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De entre los sitios para beber en Morondava la guía del Lonely Plante dice "F Music Bar, next door to L'Oasis, is a clapboard bar with a fun vibe, plastic chairs, soul music and strong rum". Sobre todo el último punto me pareció interesante, así que esta tarde, con la luz del sol, salimos en su busca para poder encontrarlo luego por la noche, en la práctica oscuridad del pueblo, cuyas calles se iluminan con algunas velas de los puestos callejeros o las lámparas fluorescentes de los ocasiones hoteles "de lujo". El F Music Bar parecía un saloon del oeste, efectivamente, y no dudamos en visitarlo después de cenar. Pero el ron nos decepcionó: sólo venden botellitas de licores industriales, jarabes con etílico de pésimo gusto que ni siquiera tienen la fuerza que prometían. Este Saint Claude que pedimos no creo que alcanzase el 30% de los 43 que anuncia en una etiqueta llena de impresionante literatura. Eso sí, es tan barato (1600 Ar / 25 cl) que sorprende que no haya más alcohólicos por las calles.

Sábado 4 de agosto

Nos llama la antención el precio de las cosas, como si no guardasen la proporción a que estamos habituados. Los precios para turistas son siempre más elevados, claro (hemos pagado entre 1000 y 3000 Ar por los cafés), pero en los puestos callejeros donde compran los malgaches puedes comer por 2000 Ar y tomarte un café por 200. Una entrada a un concierto de bandas y DJ's organizado por la fábrica Star de todos los refrescos y cervezas nacionales cuesta 1500 Ar, lo mismo que dos naranjadas gaseosas en una tasca o que el botellón de ron de anoche. Los porteadores (que están por todas partes) en los aeropuertos se ofenden si les dejas 1000 Ar por llevarte la maleta veinte metros (y además vienen de dos en dos, para nuestras ligeras maletitas con ruedas, y utilizan el argumento numérico para demandar más dinero). En cualquier tiendita una caja de cerillas son 100 Ar, y una botella grande y refrigerada de agua mineral al menos 1000 Ar. Candado: 1400. Librito de leyendas malgaches: 4000.

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Olivier decía que medio día de pousse-pousse en Antsirabe debía de costar 4000 Ar por persona, así que para el trayecto desde el restaurante al hotel no pagásemos ni de broma más de 1000 por los dos, precio de vazaha y todo. Cuando negociamos el precio luego con el puspusero acordamos, generosos, pagar 1500 y no los 3000 que pedía, aunque luego me pareció que unos 60 céntimos de euro porque un señor nos llevase a rastras durante diez minutos cuesta arriba (grandes como somos, y bien cenados) era un precio ridículo, así que le dije a Mara que le diese 2000. Y entonces, en vez de agradecimiento, el señor mostró indignación y disgusto porque era muy poco, que el precio acordado era por persona, y que eso no lo aceptaba. De pronto interpreté las palabras en malagasy que apresuradamente había intercambiado con sus colegas como un premeditado "vale vale, les digo que sí a eso y luego ya los sablearé de algún modo". No me enfadé tanto como me apesadumbré por su malicia, y nos dimos la vuelta impotentes, sin que prestase atención a nuestras explicaciones, mientras yo clamaba al cielo: "incroyable!"

Las instalaciones eléctricas son siempre terribles, con cables y fichas de empalme a la intemperie. Vimos a unos trabajadores en Le Paradisier raspando el barniz de unas vigas con trozos de vidrio roto.

Tenemos la dirección postal de tres niños de Ambositra (Stephane, Emèlie y Ratianarivo) que nos suplicaron que les enviásemos una postal. Tenemos que hacerlo sin más demora.

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Mezclar un ron barato con una bebida gaseosa muy dulce me hizo recordar las noches que mi madre y yo nos fuimos de marcha en Cuba. Aunque nos podíamos permitir un mojito a precio de guiri nos gustaba hacer como los cubanos. El ron Corsario no era ninguna maravilla pero sí creo recordar que era mejor que el ron que compramos aquí en el F Music Bar. A ver a quien se lo podemos regalar. A los minusválidos en el aeropuerto mejor que no...

No solamente el ron me hizo recordar la estancia en Cuba sino también la oscuridad casi total por las noches a causa de ausencia de farolas. La oscuridad permite ver las estrellas en todo su resplandor, pero a la vez me da algo de miedo. Desde el atraco que sufrimos en una calle oscura de Santiago de Cuba me siento incómoda si no veo bien quién hay y qué pasa a mi alrededor. Afortunadamente aquí en Madagascar no ha pasado nada que justifique ese miedo.

Eso de escribir un diaro de vacaciones está muy bien, sobre todo si lo escribue Jose, que escribe muy bien. En otros viajes, o al menos uno (el viaje a EE.UU. con mi madre y mis abuelos) escribí, en parte porque escribía mi madre y entonces sentía que eso era lo debido y que yo tenía que hacer lo mismo. A ratos seguramente lo disfruté, pero en general lo veía como tarea. Creo que anotaba meticulosamente las excursiones que habíamos hecho, más que reflexiones o impresiones.

No recuerdo haber releído ese diario jamás. Igual lo hago un día para ver qué he escrito sobre mis abuelos, a quienes no les queda mucha vida. Me interesa más eso que los detalles de las rutas y visitas.

Si vamos a releer este diario, no lo sé, pero ya disfrutamos mucho con leerle el texto que ha escrito uno (lee: Jose) al otro (lee: Mara). Ya por eso ha merecido la pena.

Notas para escribir:


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