El nacimiento de Loïc

Un martes de septiembre por la tarde, hacia las cinco, Mara empezó a sentir las primeras molestias del parto, algunos amagos de contracción. Llamó a su madre, que vive en Venlo, a casi tres horas de coche, y le dijo "no sé aún, pero quizá sea esta noche, así que a lo mejor puedes ir viniendo". Artie se quedaría en casa con Iago mientras nosotros íbamos al hospital. En los Países Bajos lo habitual es parir en casa, asistidos por una comadrona, salvo que algún motivo grave aconseje hacerlo en el hospital. Si uno quiere ir al hospital por voluntad propia se lo paga de su bolsillo, porque el seguro no lo cubre.

Hasta fechas recientes había abundante evidencia científica en este país (en otros, no sé) de que los partos en casa tenían muchas ventajas sobre los partos en hospital, y el lema era "un parto normal no es una enfermedad, así que para eso no necesitas un médico". Ahora empieza a haber evidencia científica que apunta a que en el fondo no es tan mala idea que todo el mundo se vaya a parir al hospital, algo así como "ningún parto es un parto normal, y vaya usted a saber". Eso pasa con las evidencias científicas, que nunca se sabe por dónde te van a salir, o cuándo.

La evidencia apunta pero aún no pesa lo suficiente, y las viejas prácticas perduran en este país. Las casas se preparan para dar la bienvenida al bebé haciéndolas acogedoras y prácticas, la cama se eleva medio metro del suelo para facilitar el parto, y cosas así. Muchos holandeses ha nacido de esa manera. A mí no me parece ni bien ni mal, no tengo opinión formada. En el primer parto nos mandaron al hospital porque Iago venía en posición podálica, y eso era un parto con riesgo. Fue muy oportuno, porque durante la expulsión de la placenta Mara perdió mucha, mucha sangre y necesitó atención médica inmediata. Debido a esta experiencia pasada, en el segundo parto el médico nos mandó directamente al hospital, sin más miramientos. A Mara no le pareció mal: durante el parto de Iago había comprobado que el hospital no era tan terrible como la propaganda naturista le había hecho creer y, al menos en el Onze Lieve Vrouwe Gasthuis, nos habían tratado muy bien.

A las diez de la noche las contracciones ya eran de verdad. Yo le pregunté a mi adorada esposa si no era hora de ir llamando a la comadrona. Tampoco en un caso así se va directamente al hospital: el protocolo estipula que cuando la parturienta ha dilatado unas cuantas horas en su casa llama a la comadrona, que viene a evaluar y decidir en qué momento se la lleva en su coche. En nuestro caso ni siquiera teníamos hospital asignado, la comadrona tendría que llamar para ver en cuál había sitio esa noche.

Mara me contestó que no, que seguramente aún era pronto: que si llamaba, la comadrona le iba a decir que esperase hasta que tuviese contracciones de un minuto de duración, a intervalos de cinco minutos, y que hasta entonces no vendría. El protocolo. Así que nos fuimos a dormir, más o menos.

A las doce y media Mara ya no aguantaba más, y llamó a la comadrona. Ésta se mostró escéptica, quizá porque era demasiado temprano (medianoche no es hora punta para los partos): "¿segura que ya tengo que ir? ¿Llevas una hora con contracciones cada cinco minutos?".

Mara dijo que no sabía, que entre las dos últimas habían pasado cuatro minutos, y que no estaba para mirar el reloj más allá de eso. En ese momento yo maduraba ya una cierta opinión sobre los protocolos estandarizados y el peligro que tienen en personas racionales que los siguen correctamente, cuando claramente están pergeñados para que una persona normal se salte los plazos a la torera. Pero no dije nada, porque no era el momento.

"Pues tú dirás qué prefieres", dijo la comadrona. "Mejor vente". Y la una de la madrugada bajé a abrirle la puerta a Sanne, una chica sorprendentemente joven. La palabra comadrona siempre me sugiere ideas de señoras grandotas, fellinianas. Iago y Artie dormían profundamente, y no se despertaron con su llegada.

La inspección fue rápida, y su cara no demasiado tranquilizadora: "va todo bien, pero tenemos un problema". Resulta que Mara estaba ya completamente dilatada, lista para parir, y la criatura empujando desde dentro. "Estás a punto, y si rompes aguas ahora el bebé sale detrás, imparable. Si bajamos a mi coche, tenemos el riesgo de que paras en él, antes de llegar al hospital. Así que vamos a sacar al bebé aquí, y esperar un par de minutos por la placenta, que fue la parte problemática la vez anterior. Si no sale sola, llamo a una ambulancia para irnos al hospital".

Mira tú. Y la cama sin elevar.

Ya era casi la una y diez de la mañana cuando Sanne me miró, bastante nerviosa, y me pidió que llamase a uno de los números de teléfono que aparecían en los papeles de las comadronas, el de asistencia a los partos en casa. Teníamos que pedir la ayuda de una enfermera. Yo busco los papeles, marco el número, y me sale una grabación de la compañía telefónica anunciando, con toda la calma del mundo, y no gritando alarmada e histérica como en verdad procedía, que ese número no existe, y que lo sentimos mucho.

Marco de nuevo. Que no. Marco con prefijo, sin prefijo, con prefijo de nuevo, y nada. Llamo desde mi móvil, porque a ver si la línea está tonta. Qué va. Que no existe. De ninguna manera. ¿Cómo no va a existir el teléfono de asistencia en el parto? Sería una incongruencia lógica de esas que, en un plisplás, harían colapsarse al universo instantáneamente. Estoy todavía aturdido y soñoliento, seguro que estoy haciendo algo mal. Le digo a la comadrona que el número no existe como si fuese Iago pidiendo papas, sin entender nada de lo que pasa. Ella prueba a llamar desde su móvil, y tampoco, y ahora es ella la que tiene cara de no entender nada. Mi opinión sobre los protocolos estandarizados está perfectamente formada en estos momentos. Y entonces va y dice lo que dicen en las películas, solo que no exactamente:

"Vamos a hacerlo nosotros. Trae toallas blancas, dos bolsas grandes de basura, y una tabla de planchar".

No dice "trae toallas y agua caliente", pero no estoy para discutir de cine con ella. Ella sabrá. Voy al cuarto donde Artie está durmiendo para sacar la tabla de planchar, y tropiezo con varias cosas. Tiro las gafas de mi suegra al suelo, que estaban sobre la tabla, porque a oscuras uno no distingue esos detalles. Artie se despierta desorientada, y no entiende nada de lo que le digo con frases cortas. "¿Que va a parir aquí? ¿Pero no tenía que ir al hospital?". Sí, tenía, pero fíjate tú lo que son las cosas.

La tabla de planchar es para hacer de mesa elevada y apoyar las toallas y sus utensilios: pinzas, tijeras, y otros instrumentos de tortura. Las bolsas de basura son para ir tirando los residuos orgánicos que se vayan produciendo. Con un poco de suerte incluirán la placenta. Ya pasan de la una y veinte, y Mara va dando instrucciones tumbada en la cama, entre contracción y contracción, cuando puede hablar un poco. Yo la agarro de la mano en los minutos de silencio y tensión. Voy un momento a ver a Iago, que sigue durmiendo, y vuelvo a su lado cuando todo está listo, a esperar. No le quito ojo a la sangre que sale, no se vaya a repetir el episodio de la vez anterior, en que poco a poco terminó perdiendo dos litros y medio. Pero de momento no es demasiada. Sanne lo está haciendo muy bien, dominando sus nervios, improvisando con maestría asombrosa. Mara está por encima de todo, sosegada, como una reina.

Un pujo, y un bebé asoma la cabeza, que vuelve a meter como si no estuviera convencido de que esto valiese la pena.

Otro pujo. Nada más. Ya está afuera, así de fácil parece. Es un niño. Es grande, y tiene los pies enormes. Igual que su hermano, apenas llora cuando nace. Yo corto el cordón umbilical sin tiempo para hacer fotos que dejen constancia de mi bravura. La comadrona pregunta la hora y descubre el despertador en la mesilla. "Hora del nacimiento, la una y treinta y cuatro". Ese reloj adelanta, pero no dije nada. Que piense lo que quiera. En los registros civiles de dos países europeos figura así, con toda su pompa burocrática y su afán de precisión. Yo sé que Loïc nació a la una y media del veintinueve de septiembre de 2010, en su casa de Amsterdam. Y olía muy bien, y dije antes que era grande, pero de repente era muy pequeño, y tierno, y yo sólo tenía ganas de abrazarlo a él y a su madre, y dormirme y no pensar. Pero tampoco hay tiempo para eso.

Sucede que mi mujer pare niños con pasmosa facilidad, pero las placentas le cuestan un mundo, la vida casi. Esperamos un poco, en vano: las contracciones han desaparecido completamente. Sanne ha logrado localizar a una enfermera, en otro teléfono, saltándose varios protocolos y pidiendo disculpas por ello, pero cuando por fin llega esta ya nos estamos yendo: la ambulancia espera abajo para irnos los cuatro al hospital, ya pesaremos a Loïc allí. Yo visto y empaqueto a mi bebé en su silla para coche mientras Mara va bajando los cuatro pisos por las escaleras, con el cordón umbilical casi colgando. Parece contenta, y se sorprende ahora al verse sonriendo en las fotos de la ambulancia, que tarda en arrancar porque le están abriendo una vía en una arteria. Yo sonrío cuando miro a Loïc, para que no se preocupe. Por lo demás, intento ser eficiente y mantenerme tranquilo. Es fácil, el cansancio ayuda.

En el hospital hacen nuevos intentos de sacar la placenta lo más naturalmente posible, pero no hay manera. Ni tironcitos, ni hormonas, ni todas las otras cosas que marca el protocolo de placentas. Así que la médico que nos atiende dice que hay que ir al quirófano, y a Mara eso le sienta como un cubo de agua fría. Todo ha ido tan bien, tan rápido, tan natural, sin cortes ni anestesias y en casa, y al final hay que recurrir a una anestesia total en el quirófano. En fin, resignación.

Mientras la preparan, Sanne logra ponerle a Loïc en el pecho para que mame un poco. Algo muy importante para que las hormonas se pongan en funcionamiento. Mara tiene frío. Cuando por fin la sacan de la habitación siente una contracción, y algo caliente entre las piernas, y por un momento piensa que va a lograrlo, que la placenta ya sale. Levanto las sábanas, y lo que veo es sangre saliendo a chorros. Que se la lleven ya, o se me va a desangrar en el pasillo. Loïc y yo la acompañamos hasta el ascensor mientras viene otra contracción y otro chorro, se cierra la puerta, se van, y nosotros volvemos al cuarto vacío a sentarnos en la única silla a la vista. Me dijeron que tardarían unos veinte minutos, que la intervención sería rápida, pero no me creo nada: van a tardar más que eso sólo en cortarle la hemorragia, así que me dispongo a esperar lo que haga falta. La enfermera me pregunta si necesitamos algo, le digo que no, y se va cerrando la puerta tras ella. Miro a mi niño en mis brazos, hablamos un ratillo para irnos conociendo, en susurros, e intento dormir un poco.

Me despierto para ir a mear. Dejo a Loïc en la cómoda, bajo la lámpara de calor. Ha pasado más de media hora, y poco a poco empiezo a impacientarme a pesar de que ya me lo esperaba. Mis pensamientos son grises, ya casi negros. Fuera con esas ideas. ¿Pero por qué, me digo? No te cortes, puedes pensar cualquier cosa, dales rienda suelta: no es pesimismo, sino prepararse para lo que pueda pasar. Pero no me lo permito. No es verdad, no te preparas para nada con pensarlo, lo terrible no se puede anticipar. Así que vuelvo a hablar con mi hijo, que ya está en mis brazos de nuevo, y a explicarle que no pasa nada, que se aguante la sed un poquito más, que todo va a salir bien y que su mamá va a volver pronto, ya verás.

Tras casi una hora de espera vuelve la camilla escoltada por la médico y la enfermera. ¿Qué tal? pregunto. Pero Mara, pálida, exangüe, con la mirada perdida, no contesta. La médico responde por ella tras unos segundos. Está bien, algo emocional ahora mismo por la anestesia, pero en el quirófano todo ha ido estupendamente. Emocional, claro, digo yo, mientras veo aliviado que Mara solloza, respira. Emocional por la anestesia. Y no me sale en holandés decirle a la médico que no te jode, que a ver quién es el guapo que no, y que si sólo es eso pues mira tú qué bien, que emocional también estoy yo y eso que no he parido, aquí aguantándome las ganas de que mi mujer volviese de una puta vez para poder llorar juntos como es debido, cagarme en cuanto protocolo se ha escrito jamás, con ganas repentinas de beber con medio mundo, empezando por emborracharme con Sanne la comadrona y agradecerle su saber hacer, y a la vez sin querer nada, ninguna droga o comida, ni tabaco ni agua, para poder estar plenamente consciente de la presencia olorosa de Loïc, así que le digo alguna otra cosa que no es exactamente eso pero que se le parece, mientras por fin puedo poner a Loïc sobre Mara, que ha vuelto en sí de repente, débil y viva, y abrazarlos a la vez, amores míos tan dulces. Pero no lloro.

Tardé dos días. El viernes por la noche Iago dijo algo, hizo un gesto, gimió quizá en sus juegos, y yo me proyecté en él, y tuve que esconderme en el rincón tras la mesa del comedor, caer en cuclillas, y llorarlo todo. Llorar rápido e intenso, para soltar lo más posible antes de que tenga que volver con Iago, a jugar como si no pasase nada, como si estas cosas me sucediesen todos los días. A llorar con la boca retorcida, sin respirar, sin hacer ruido, apretando todos los músculos como si me exprimiese cual naranja, todo afuera, todo, para que sólo quede lo otro, lo que se deja reposar con calma, y lo que alegra, y lo que hace reír, y brindar, y vivir.


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